lunes, 27 de junio de 2011

Artículo de Isabelo en eldigitalcastillalamancha

Semprún, entre el olvido y la memoria

26/06/2011 .
Ahora que tanto se ha escrito acerca de Jorge Semprún, con motivo de su reciente fallecimiento, he buscado en mis recuerdos su nombre y también he conversado sobre el personaje con mis amigos de tertulia. Algunos, como José Esteban, tienen cosas que contar, por haberlo tratado con intensidad en los años de la lucha clandestina anti-franquista, cuando se llamaba Federico Sánchez y se burlaba con elegancia de un par de canallas, llamados Yagüe y Conesa, a la sazón máximos jefes de la brigada político-social. Por entonces nadie sabía que el refinamiento de aquel intelectual comunista se debía a que había nacido en el seno de una familia de la alta burguesía española, la de los descendientes de don Antonio Maura, y no a su condición de intelectual francés residente en París.

No es mucho el rastro que se encuentra en la literatura española del Semprún escritor con anterioridad a 1976, si bien su nombre era conocido, en particular por los cinéfilos, que se habían encontrado con el nombre del ex militante comunista como guionista de películas como "La confesión", "La guerre est finie" o "Une femme à sa fenêtre". Pero, aunque sus novelas no se encontraban aún en las librerías, si es cierto que aparecía incluido en varias reseñas y ensayos de aquellos años acerca de la novela social española, junto a nombres como Héctor Vázquez Azpiri, Antonio Ferres, Armando López Salinas, Alfonso Grosso o Luis Martín Santos. Era autor de una buena novela, "Le grand voyage", editada en Francia en 1963 y traducida al español para Seix Barral por Rafael Conte en 1976. Pero "El largo viaje", a pesar de ser una obra de gran altura literaria, no llegó al gran público en nuestro país; y es una pena, pues es difícil encontrar un relato tan descarnado, y a la vez reflexivo sobre la condición humana, en el mundo de la ficción, acerca de la barbarie de las deportaciones a los campos de exterminio realizadas por los nazis. Algo había en esta obra, como en casi todas sus novelas, de autobiográfico, pues después supimos que Jorge Semprún había conocido, con apenas veinte años, los horrores del campo de Buchenwald.

Después vino lo más conocido, es decir, la concesión del Premio Planeta en 1977 por la novela "Autobiografía de Federico Sánchez", y años después su nombramiento como ministro de Cultura en uno de los últimos gobiernos de Felipe González. La publicación en 1977 de la galardonada novela supuso un acontecimiento político, al considerar la dirección del entonces influyente y respetado Partido Comunista, que se trataba de un ajuste de cuentas de un dirigente depurado y despechado, lo que hizo correr ríos de tinta, en muchos casos cargados de descalificaciones e insultos. En aquellos años no resultaba políticamente correcto cuestionar la trayectoria de personalidades del comunismo español como Dolores Ibárruri o Santiago Carrillo, y que en la novela aparecen como leales funcionarios del aparato de poder soviético en los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo. Lo cierto es que Semprún, como ha revelado no hace mucho el editor Rafael Borràs, puso como condición, para presentar su novela a concurso, que, en caso de resultar premiada, su edición no debía realizarse hasta que el Partido Comunista no fuese legalizado; es decir, todo un gesto que nunca le sería reconocido.

No pretendo aportar nada nuevo acerca de Semprún, cuestión difícil por otra parte, después de todo lo que se ha publicado después de su fallecimiento. Si quiero señalar algo que me llamó siempre la atención, al acercarme a los libros del autor de "La algarabía", y es las pocas ocasiones en que encontramos referencias a su padre, José María Semprún Gurrea, a pesar de haber sido una personalidad relevante en los años de la Segunda República y la guerra civil, además de profesor universitario y diplomático; de su madre sí sabemos que murió cuando él era aún un niño.

Es natural que el lector medio no sepa nada acerca del progenitor de Jorge Semprún, pero lo es menos que lo ignore todo el comité redactor o editor de un libro editado por la Universidad Complutense no hace mucho, sobre los profesores y catedráticos depurados por el franquismo, y donde despachan la referencia de José María Semprún Gurrea con el lacónico texto: "profesor auxiliar, padre de Jorge Semprún".

Sirvan estas últimas líneas para aportar, modestamente, una breve nota sobre quien fuera el primer Gobernador Civil de la Segunda República en la provincia de Toledo. No permaneció mucho tiempo en el cargo, apenas dos meses, y la razón no fue otra que un desencuentro con la Casa del Pueblo de la capital toledana. La razón por la que había sido nombrado Semprún Gurrea para el entonces importante cargo de gobernador civil de la actual capital de Castilla-La Mancha, no fue otra que su condición de católico, con la finalidad de mantener las mejores relaciones posibles con la Curia toledana, tarea harto difícil, en particular en los primeros meses republicanos. No era un católico cualquiera el eminente profesor de la Facultad de Derecho, pues era fundador, con José Bergamín, de la revista literaria Cruz y Raya, y que agrupaba a un distinguido grupo de escritores católicos. Por entonces su militancia política era en la Derecha Liberal Republicana, el partido de Niceto Alcalá Zamora, y de Miguel Maura, a quien le unía además de amistad el parentesco de hermano político; también fue amigo y persona próxima a Manuel Azaña.

Llegada la guerra civil, y como su amigo Ángel Osorio y Gallardo, también eminente católico, ocupó cargos de gran relevancia al servicio de la República, como lo fue el de Embajador de España en La Haya, capital de gran importancia para la política internacional en aquellos años. Con el final de la guerra el exilio, primero en Francia y más tarde en Roma, desde donde colaboraría asiduamente en la influyente revista Ibérica, que dirigía en Nueva York la jurista republicana Victoria Kent. Fue precisamente la editorial de esta revista la que editó, en 1956, un libro importante de Semprún Gurrea, y que nos parece de interés para entender las convulsiones del exilio español: "España en la encrucijada", en el que encontramos una defensa jurídica y política de la derrotada República, ante las veleidades monárquicas que habían aparecido en la oposición anti-franquista, en particular en el seno del PSOE. Como uno de tantos miles de exilados José María Semprún Gurrea falleció sin poder regresar a su patria, hecho que tuvo lugar un día del ya lejano año de 1966. Sirvan estas líneas de breve recordatorio, y rescate del olvido, de quien fuera algo más que padre de Jorge Semprún.

jueves, 21 de abril de 2011

La legitimidad de la República

(Diario Público 16 de abril de 2011)
ISABELO HERREROS

Transcurridos más de 30 años del inicio de la transición a la democracia en España, es una obviedad que no ha habido voluntad política, en los sucesivos gobiernos, de asumir el legado de la Segunda República y defender su legitimidad.
En los últimos años se ha dado una escalada importante de los libelistas que, para justificar una sublevación armada, repiten sobre la Segunda República los mismos tópicos de la historiografía franquista. Una de las señas de identidad del actual revisionismo es la tesis de la ilegitimidad del régimen del 14 de abril, por haberse proclamado tras unas elecciones municipales que, según dicen, ganaron los partidos monárquicos de forma abrumadora. También se mantiene, contra viento y marea, la falacia de la bondad del monarca, Alfonso XIII, al marchar al exilio de forma pacífica, cuando lo cierto es que intentó por todos los medios ahogar la revuelta popular y que lo que ocurrió fue que ni la Guardia Civil trató de evitar lo inevitable.
En relación a las elecciones del 12 de abril de 1931, no es de recibo la tesis de la ilegitimidad por varias razones. La primera es que era la monarquía la que se había apartado de su propia legalidad al no reanudar la actividad parlamentaria en diciembre de 1923 y al dar su apoyo a una dictadura militar que, además, acabó con los viejos partidos Liberal y Conservador. Más allá de todo esto están los datos de los sufragios obtenidos por los candidatos de los distintos partidos que concurrieron. Nadie se ha molestado en ir más allá de las cifras de concejales, ni en analizar resultados en votos, muy superiores los de los republicanos frente a los monárquicos. Es un tópico muy repetido que la Conjunción Republicano-Socialista ganó las elecciones en capitales de provincia, donde no se daba la presión de los caciques, pero que en el resto, en la España rural, habían ganado los monárquicos. Lo cierto es que esta versión aparece en memorias de personajes de la época, sin embargo no se compadece con la realidad de lo que ocurrió. Si prescindimos del número de concejales ya proclamados por el famoso artículo 29, que eran un total de 29.804, y donde sí había una mayoría considerable de monárquicos, en su totalidad de poblaciones muy pequeñas, quedan aún por analizar 50.668 concejales, efectivamente electos el 12 de abril, y que, según los datos del Instituto Nacional de Estadística de 1931, tuvieron la siguiente afiliación política: republicanos (Partido Republicano Radical, Acción Republicana, Partido Republicano Radical Socialista, Esquerra Republicana de Catalunya, Derecha Liberal Republicana, Organización Republicana Autónoma y grupos autónomos), 20.428; socialistas, 3.926; comunistas, 57; monárquicos, 12.970; otros, 9.155; “no consta”, 4.132.
Esos son los datos que aún esperan un estudio de conjunto y pormenorizado con proyecciones a partir de las herramientas que la nueva
sociología electoral suministra.
Pero no sólo es cuestión de cifras y datos –que también– lo relativo a aquella explosión de alegría colectiva del 14 de abril de 1931, sino de estudios rigurosos acerca de la transformación que se produjo en nuestra sociedad.
En los últimos años han aparecido investigaciones de estudiosos del republicanismo que nos sitúan ante una visión mucho más rica, y a la Segunda República como la resultante de una larga andadura del riachuelo liberal del que hablaba Manuel Azaña, donde cristalizaron los proyectos de modernización de España, encarnados por la vigorosa influencia de la Institución Libre de Enseñanza. El republicanismo a través de sus partidos, así como la nada desdeñable aportación del movimiento obrero que, desde sus dos organizaciones mayoritarias –UGT y CNT–, con sus casas del pueblo y sus ateneos libertarios, venían realizando una importante labor de elevación de la educación cívica y la cultura de la clase obrera.
El proyecto republicano fue protagonizado en buena medida por las clases medias urbanas, que pudieron participar en la vida pública y disfrutar de la concreción de la modernidad, con el acceso, no sólo a una universidad que era de las mejores del mundo, sino también a una vida cultural sin precedentes. Por su parte, obreros y campesinos vieron plasmarse logros de justicia social, eso sí, con la obstrucción y hostilidad de las oligarquías. También accedieron a la educación y a la cultura, con la construcción de más de 11.000 escuelas en los primeros años republicanos. En un país con casi la mitad de su población analfabeta, el acceso a la educación gratuita y obligatoria –para
todos los niños– fue, para muchos desposeídos, razón más que suficiente para defender la República.
La Iglesia católica y unas oligarquías miopes conspiraron desde el primer día para acabar con el proyecto modernizador de la Segunda República por suponer, y con razón, que con la consolidación de una democracia avanzada podían perder su situación de poder y dominación.
Quien fuera la encarnación misma de la Segunda República española, Manuel Azaña, en su obra La Velada en Benicarló nos hace llegar, a través de uno de los personajes, cuál era la aspiración mas íntima de aquellos republicanos para España: “Pienso en la zona templada del espíritu, donde no se aclimatan la mística ni el fanatismo políticos, de donde está excluida toda aspiración a lo absoluto. En esta zona, donde la razón y la experiencia incuban la sabiduría, había yo asentado para mí la República”.

Isabelo Herreros es periodista. Autor de la biografía ‘Ossorio y Gallardo, un presidente entre Romanones y Azaña’

Ilustración de Diego Mir

miércoles, 26 de enero de 2011

La Biblioteca Nacional al servicio de El Bulli

DE MEMORIA
ISABELO HERREROS (Publicado en El Digital Castilla-La Mancha

La Biblioteca Nacional al servicio de El Bulli

23/01/2011 .
Vuelvo a mis labores habituales en esta columna, es decir, a hablar de historia, que es lo mío, con cualquier pretexto, como es el caso de lo que les voy a contar a continuación.

Resulta que la Biblioteca Nacional tiene "en cartel" una exposición dedicada, dicen, a la presencia de la cocina en los libros, y que ha sido anunciada a bombo y platillo, con el título "La cocina en su tinta", recogida además en un lujoso catálogo al precio de 40 euros. Uno de los ganchos de la exposición es que uno de los comisarios de la misma es nada menos que Ferran Adrià, protagonista y acaparador por otra parte de este particular recorrido por la historia de la cocina española, a partir de los fondos bibliográficos y documentales de esta gran biblioteca pública.

Hasta aquí todo bien, si, como no es el caso, la exposición mostrase una visión documentada y exhaustiva, con exhibición de los libros y publicaciones más importantes, tanto de cocina de modo especifico como de obras literarias en las que la comida tiene su lugar.

La visita a la exposición fue para mí una decepción, pues tal despliegue de medios, con unos costes muy elevados a buen seguro, ha dado como resultado una muestra muy pobre de la historia de nuestra gastronomía y su presencia en libros y otras publicaciones. Tampoco la puesta en escena de los utensilios de cocina, cedidos para la ocasión por el Museo del Traje, ha sido afortunada. Por su parte la representación que se ofrece de bodegones y carteles publicitarios tampoco da para mucho, si exceptuamos algunas pinturas de los siglos XVII y XVIII llevadas del Museo del Prado, como el "Bodegón con servicio de chocolate" de Luis Eligio Meléndez. Escasa y pobre es también la representación de "menús" impresos, cuando existen espléndidas colecciones privadas, si, como parece, la Biblioteca Nacional no tiene más fondos.

Para que se hagan una idea los aficionados a la gastronomía, y remontándonos solo al pasado siglo XX, ninguneado incluso por los especialistas que han escrito en el catálogo, nos encontramos con ausencias clamorosas en la bibliografía especifica de cocina, como son los casos de libros ya clásicos como "La cocina de Nicolasa", de Nicolasa Pradera, "La cocina vasca" de Ignacio Doménech (con prólogo de Antonio Zozaya), "212 Recetas de bacalao", (con prólogo de Gregorio Marañón), "Recetario de Academia Gastronómica" de J. Sarrau, "Guía del buen comer español" de Dionisio Pérez(Post-Thebussem), o la "Enciclopedia Culinaria" de la Marquesa de Parabere. Hasta aquí he citado solo algunos de los libros relevantes de la gastronomía española de los años treinta del siglo XX, en los que se vivió un momento de esplendor y de gran afición por la cocina moderna e innovadora; y tan fue así que se fundaron academias de enseñanza de gastronomía y revistas de cocina, como la emblemática "Menage" y que tampoco está presente en la exposición.

Y si de tiempos recientes hablamos resulta que también hay ausencias bibliográficas imperdonables, en particular de críticos y especialistas, y cito de corrido algunos autores, como Xavier Domingo, Manuel Vázquez Montalban, el Conde de Sert, y nuestros paisanos Lorenzo Díaz y José Esteban. Sí aparece en la exposición el libro de "Críticas Gastronómicas" del Conde los Andes, a quien citan por su nombre, Francisco Moreno, pero cualquier aficionado sabe que eran celebres sus críticas, publicadas en ABC, con la firma Savarín. En cuanto a manuales destacar también la ausencia de los celebres libros "1080 recetas" de Simone Ortega y el archireeditado "Manual de cocina" de la Sección Femenina.

En lo que hace a la aparición de la cocina y la buena o mala mesa en la literatura española, o no se han molestado o no se les ha ocurrido, cuando incluso existen documentados estudios acerca de la cocina en el Quijote o en determinadas obras de Benito Pérez Galdós.

En fin, una exposición al servicio y a la mayor gloria de Ferran Adrìa y su conocido restaurante El Bulli, que podía haber servido, además, para enseñar al público la historia de la cocina española a través de los siglos y su reflejo en los libros, pero que se ha quedado en una historia más de mal uso de lo público, no sabemos si por ignorancia o por otras razones.